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Laura Meléndez

¿Te has preguntado por qué aplaudimos cuando expresamos nuestro regocijo frente a algo?


Sabemos que al terminar una obra de teatro o algún evento una persona comienza a aplaudir, luego otra y otra hasta hacer una ovación, el lugar se llena de aplausos en señal de que lo presentado ha cumplido o superado las expectativas de la audiencia. Así el aplauso puede ser un contagio social mientras que la duración del mismo estaría determinada por el comportamiento del grupo y no realmente por la satisfacción que nos da.


Muchos historiadores apuntan que los antiguos griegos expresaban su aprobación a las obras de teatro vitoreando y aplaudiendo, pues lo hacían tras una obra de teatro, un juego en el coliseo o un discurso impresionante; los romanos por su parte tenían un ritual en el que chasqueaban los dedos, aplaudían y hacían ondear la punta de sus togas o bien sacudían pañuelos que se distribuían entre el público para tal propósito en eventos similares a los de sus antecesores.


Se dice también que el emperador Nerón contrataba a inmensos grupos de hasta 5000 personas para que a cambio de una paga monetaria le aplaudieran cada vez que pronunciara sus discursos o entonara sus canciones; lo cierto es que desde el siglo I de nuestra era hacer chocar las palmas de las manos, silbar y pisotear eran ruidosas señales de un acuerdo masivo con respecto a algo.


Dicha gente ensayaba dos tipos de aplauso: el imbrex, realizado con las manos ahuecadas, y el testa, que se hacía con las manos planas. Con el correr de los años, esta costumbre se extendió en el comportamiento masivo de casi todo Occidente y Oriente, por lo cual hoy podemos encontrar formas y motivos diversos por los cuales aplaudimos.


En el siglo XVII, chiflar, pisotear y aplaudir era lo correcto para mostrar aprobación a un espectáculo y en tales prácticas se observaron también en las iglesias durante un tiempo, pero cuando el clero prohibió estas manifestaciones, toser, tararear o soplar por la nariz pasaron a ser la forma en que se aprobaba de manera autoritaria un sermón brillante o un coro bien entonado.


Más tarde, similar al pueblo romano, se recurrió al truco de colocar entre el público a personas contratadas para aplaudir llamadas “claques”, una costumbre que se extendió a los teatros de Nueva York y era muy común a principios del siglo XX en los teatros europeos.


Los psicólogos afirman que cualquier forma de aplauso satisface la necesidad humana de expresar una opinión y le da a la audiencia la sensación de que está participando en el evento; asimismo palmear una mano contra otra para expresar aprobación posiblemente se derive de palmear la espalda de alguien cuando lo felicitamos, no obstante como los espectadores no pueden palmear a los actores en la espalda, aplauden. Esta también es una forma de expresar la emoción reprimida o el deleite.


Actualmente la cultura masiva ha convertido el aplauso en moneda corriente, es decir, que los públicos regalan a personas que muchas veces carecen de talento alguno; la relativización de los conceptos “fama”, “talento”, “celebridad”, etc. han generado una situación según la cual se le aplaude a cualquier cosa.


Así, puede ser un contagio social mientras que la duración del mismo se determina por el comportamiento de un grupo social y no propiamente por la satisfacción que nos da el observar algún espectáculo.

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